Hay historias que marcan una vida, historias que, aunque pasen los años, permanecen intactas en la memoria y en el corazón. Una de esas es la de Mario Hernández y Olga Lucía Olarte, o “Olguita” como la conocían con cariño todos quienes tuvieron la fortuna de cruzarse en su camino.

Don Mario y Olguita se conocieron cuando ella llegó a Bogotá, recién graduada de Administración en Bucaramanga, tenía apenas 23 años, pero ya llevaba consigo una madurez especial, un brillo distinto. Espiritual, disciplinada, vegetariana, practicante de yoga y meditación desde muy joven, Olguita irradiaba calma y equilibrio en un mundo que muchas veces parecía girar demasiado rápido.
Don Mario quedó cautivado no solo por su belleza serena, sino por esa manera única de habitar la vida. Él, con un carácter fuerte y una vida marcada por los retos del emprendimiento, encontró en Olguita una mujer paciente, bondadosa y llena de ternura. No tardó en enamorarse, en darse cuenta de que ella no era simplemente alguien especial, sino la mujer de su vida.
Su historia de amor no estuvo libre de obstáculos, hubo diferencias de pensamiento y voces que no siempre comprendían la unión entre un hombre entregado a los negocios y una mujer que vivía con los valores de la espiritualidad y el bienestar. Pero para ellos no hubo dudas: se eligieron con firmeza y con fe, por esto, en 1986 se casaron, sellando un amor que los acompañaría por décadas.



Años después llegó Lorenzo, el hijo que transformó sus vidas, Olguita fue una madre amorosa, protectora y dedicada, siempre dispuesta a dar lo mejor de sí. Para Don Mario y para su hijo, ella fue el corazón del hogar, el centro de la familia, la voz dulce que calmaba y el abrazo que sostenía, su maternidad no fue solo entrega: fue ejemplo, enseñó con el amor diario, con la paciencia, con su forma de mirar la vida con gratitud y serenidad.
Pero Olguita no solo marcó a su familia, su presencia también dejó una huella imborrable en la fábrica de Mario Hernández, allí, muchos recuerdan cómo llegaba temprano para compartir clases de yoga con los trabajadores, cómo los alentaba a cuidarse, a respirar, a creer en sí mismos. En cada rincón de la empresa quedó impregnada su calidez, esa cercanía que la hacía especial, para todos era una amiga, una guía, un ser que regalaba luz con sencillez.

El tiempo, sin embargo, quiso llevarse a Olguita hace algunos años, su partida dejó un vacío inmenso, imposible de llenar, pero el amor verdadero no desaparece: se transforma en memoria, en enseñanza, en presencia silenciosa. Hoy, aunque ya no esté físicamente, Olguita sigue viva, se siente en cada palabra que Don Mario pronuncia con cariño al recordarla, en cada gesto de Lorenzo que refleja el amor de su madre, y en cada pieza que se crea en la fábrica, porque detrás de cada bolso, cada zapato, cada detalle artesanal, también late su historia, su legado y la fuerza de su amor.
El vínculo entre Don Mario y Olguita fue, y sigue siendo, un amor de vida entera. De esos que no se apagan, que se quedan grabados, hoy, cuando se habla de Mario Hernández como marca, no solo se habla de tradición, de calidad y de artesanía: también se habla de un amor profundo que ayudó a darle sentido a todo.
En conmemoración de ese amor y de todo lo que Olguita representó, Don Mario decidió rendirle un homenaje eterno en Bucaramanga, la ciudad de ambos. Así nació la escultura “Mariposa Olguita”, una obra del maestro bumangués Juan José Cobos que hoy hace parte del Parque San Pío. Con sus cuatro metros de altura y rodeada de plantas nativas, esta mariposa invita a propios y visitantes a detenerse y soñar. En ella, un letrero guarda un mensaje profundamente simbólico: “Si tienes un anhelo, díselo a la mariposa Olguita”. Para Don Mario, este monumento no es solo un tributo personal, sino también un regalo a su ciudad, una manera de recordar que los sueños, como las mariposas, pueden volar alto y transformar la vida.



Olguita fue, es y será siempre el gran amor de Don Mario, la madre incondicional de Lorenzo, y el alma que aún se percibe en nuestra fábrica. Su historia nos recuerda que el amor verdadero nunca muere; se convierte en fuerza, en inspiración y en la certeza de que, mientras haya recuerdos y corazones agradecidos, ese amor sigue vivo.